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El trabajo informal en Argentina es moneda corriente hace muchísimos años. Para una gran masa de trabajadores y trabajadoras hablar de derechos laborales y seguridad social se torna cada vez más lejano. En un contexto en el hay más de 1,4 millones de desocupados/as en los aglomerados urbanos, es decir que un 11% de la población activa está buscando trabajo y no lo consigue, ¿quién va a exigir que se cumplan sus derechos?
En el último informe del INDEC se desvelaba que el 42% de las personas que viven en argentina son pobres, es decir que hay más de 19 millones de historias detrás de ese número sorprendente pero frío. Son millones las personas que aceptan trabajos precarios, que viven de changas y la reman, como siempre. Una de esas historias es la de Teresa Torrico, una mujer de 58 años que vivió la desigualdad desde muy chica pero que hoy ya no llora al recordar su pasado y se anima a contar su vida con el pecho inflado.
Tere es hija de padres bolivianos, nació en Jujuy y llegó junto a su familia a Buenos Aires en la década del 70. Como a tantas otras personas, les prometieron buenos trabajos y sueldos pero lejos de eso estaba la realidad. Llegaron a la anteriormente llamada Villa 1.11.14, su padre terminó haciendo changas como albañil, su madre trabajando como planchadora en una casa de tejido y Tere en una escuela en la que sufrió años de discriminación y bullying. “Es difícil ser migrante de otro país y de otras provincias”, dice Tere y refleja en su historia una situación que se repite: “Las personas migrantes acceden en muchos casos a trabajos informales, precarizados y mal pagos” como afirma Fernanda Vicario, referente de la Comisión Argentina para Refugiados y Migrantes.
Años después de la llegada de Tere a Buenos Aires, su padre falleció en un accidente laboral y por eso, ella tenía que quedarse sola en su casa mientras su madre trabajaba. Cuando “se empezó a decir que en el barrio andaban violando a las niñas” comenzó a pasar todo el tiempo que se encontraba fuera de la escuela en el trabajo de su mamá y “el coreano”, el jefe, no tardó en poner a trabajar a esa niña de 11 años. “A los 13 era la mejor devanadora de todo el barrio Rivadavia”, dice Tere sobre sus inicios en el mundo textil, una industria que muchas veces es un sinónimo de la precarización laboral ya que el 78% de sus trabajadores y trabajadoras están en condiciones de informalidad según la Cámara Industrial Argentina y de Indumentaria (CIAI). Es una industria que emplea a quienes se ven obligados/as a realizar formas vulnerables e inseguras de trabajo por necesidad económica y muchas son mujeres, quienes representan el 81% del sector según el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social.
A sus 14 años, Tere ya estaba al frente de las huelgas que tenían que hacer para recibir su sueldo y al poquito tiempo comenzó su recorrido por las fábricas. “En el Ministerio de Trabajo me conseguían empleos de tres meses, como empaquetadora en la cinta y cortando hilos. Luego ya con mi primera hija, comencé a trabajar en limpieza, como vendedora ambulante de ropa, en locales, en bares, en confiterías. Era madre sola y me tenía que hacer cargo de mi hija trabajando de lo que podía”, como el 56% de las jefas del hogar que junto a sus familias están bajo la línea de pobreza según INDEC.
En la década del 90 tuvo que salir a buscar trabajo tocando puertas “Hola, ¿qué tal? ¿Sabés si están buscando a alguién?” decía en cada casa hasta llegar a un laboratorio donde la contrataron para vigilancia. Su jefe tenía la costumbre de tirarle las cenizas en su pollera porque “era muy provocativa”, ella lo acusó y la terminaron echando. Volvió a buscar trabajo, consiguió uno de 12 horas en vigilancia pero renunció cuando sus hijas tuvieron problemas de salud, “la culpa era mía por trabajar muchas horas según la psicóloga”. Cuando volvió a buscar empleo, en vigilancia se buscaban chicas jóvenes, altas y con “buena presencia”, así que empezó a trabajar en fumigación donde se quedó durante diez años hasta que llegó el 2001. “En esa época viví del trueque durante ocho meses y después otra vez a trabajar en limpieza”, al igual que 14% de las mujeres ocupadas en la actualidad que solo pueden acceder al trabajo doméstico, un sector con una tasa de feminidad de 97.9% y otro los focos donde se concentra la informalidad. Los informes de Economía Femini(s)ta basados en la EPH muestran que aproximadamente el 60% de ellas no percibe descuento jubilatorio, vacaciones pagas, aguinaldo, días pagos por enfermedad ni obra social.
Tere no se quedó ahí, trabajó también en la CGP, en el Programa Jefas y Jefes de Hogar, pero tuvo que renunciar porque su marido le pidió que dejara su empleo para dedicarle tiempo a sus hijos y al resto de las tareas del hogar. Es importante destacar que el 72% de las personas que se ocupan de las tareas domésticas son mujeres. Luego de un tiempo, Tere tuvo que vender su casa y se puso un kiosco que funcionó por unos años, “los chicos dicen que éramos millonarios en esa época, pero duró poco y hoy sigo teniendo mercadería”.
En 2015 Tere llegó a Fundación Mediapila para comenzar una capacitación en costura y encontró mucho más que eso: “me cambió la vida”, dice. Descubrió una red de mujeres en la que todas se sostienen mutuamente. Se egresó del curso y en 2018 volvió a la industria textil, pero ya no quería trabajar para los jefes de fábricas, quería crear su propio emprendimiento de ropa de bebé, “Creaciones de Ensueño”. Se incorporó al Programa de Emprendedoras de la fundación, recibió mentorías y actualmente vende online sus productos.
Hoy tiene un trabajo que la hace muy feliz, pero la llegada de la pandemia no fue nada fácil para ella: “es difícil conseguir las telas, los costos aumentaron mucho, la gente compra más por internet”. Sin embargo, Tere sigue dándole para adelante, ya realizó una Diplomatura en Economía Social y Solidaria en la Universidad de Quilmes y está terminando el secundario para poder realizar la tecnicatura de esa carrera.
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